Lamentablemente la lechería no escapa a la especialidad nacional de desperdiciar oportunidades. Lo que debería ser una excelente noticia como el fuerte aumento de la producción de leche (subió más de 16% en el primer semestre), termina siendo una nueva Espada de Damocles. Frente a la notable demostración que han hecho los tamberos argentinos con un salto productivo pocas veces visto, lo mediático vuelve a tomar protagonismo develando la fragilidad institucional que pesa sobre el sector.
El diagnóstico está bastante claro. Por un lado las pymes enfrentan un mercado sobreofertado en quesos ante la imposibilidad de destinar el mayor volumen a leche en polvo, principal producto de exportación. Las grandes industrias, poseedoras de mayor capacidad de secado aún no están trabajando a pleno, pero saben que faltando poco para la primavera deberán guardar algo de resto.
A la mayor oferta de lácteos se entrecruza la percepción de que el consumo de la población no tiene el mismo comportamiento que antes. Los precios mayoristas en los quesos, donde se destina alrededor del 45% de la producción, han descendido por lo menos un veinte por ciento.
Las próximas semanas serán claves para entender qué puede ocurrir. De todos modos la tasa de crecimiento debería atenuarse como consecuencia del buen desempeño en el segundo semestre pasado. De hecho según el Centro de Industria Lechera (CIL), en la primera quincena de julio, ya el recibo de leche sólo habría crecido un 5% en relación al año pasado.
La capacidad de secado para transformar la materia prima en polvo se ha vuelto crítica y devela la improvisación que sufre una lechería en piloto automático. Ante el cuello de botella que provoca el aumento de la oferta, la necesidad de corregir esta deficiencia se vuelve una prioridad.
Pero por más voluntad que exista, cualquier inversión para compensar los litros que se requiere secar, tardaría por lo menos dos años. Sin duda esta deficiencia estructural devela el verdadero drama que nos envuelve. ¿Nadie previó que esto iba a pasar? Probablemente pero, ¿quién se atrevía hace dos años, en medio de las restricciones que hiciera la Secretaría de Comercio Interior a las exportaciones de lácteos y con el precio de corte como forma de retención, a realizar una inversión de US$ 50 millones?
Más frustración se genera cuando se observa lo que está ocurriendo con nuestros competidores directos -Australia, Nueva Zelanda y el Uruguay-, donde bajo el lema de “crecer para aprovechar la creciente demanda mundial”, se realizan fuertes inversiones con mejores niveles de precio a nivel productor.
En la ciudad cordobesa de San Francisco, un grupo importante de tamberos se reunió para debatir qué hacer ante la baja del precio. Por ahora, las acciones se centrarán en concientizar a la sociedad sobre la escasa participación del productor en el precio final en góndola. Independientemente del grado de convocatoria cuestionada por los funcionarios oficiales, cierto malestar asoma en los ánimos. Aunque nominalmente no ha sido aún tan importante, la baja del precio se potencia en un contexto de costos crecientes, que llevan a una reducción de los márgenes económicos en el mejor de los casos, o directamente a pérdida, cuando los niveles de eficiencia no son muy elevados.
Los desencuentros entre Gobierno, industria y producción se terminan pagando caro, especialmente en estos últimos. Casos no faltan. Sólo hay que recordar que en algún momento, existieron dirigentes que aseguraron que iba a faltar leche, industriales que llegaron a solicitar retenciones a las exportaciones porque los polveros los corrían con el precio y funcionarios que tenían la teoría esotérica que no existía presión de la oferta sino todo lo contrario. El resultado ha sido fatalmente previsible.
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