El alimento que mejor ilustra la relación del hombre con su entorno, las circunstancias y la casualidad, es el queso.
Todos vienen de la leche, sea de vaca, oveja, cabra, búfala o camella; todos tienen una forma, redonda, cuadrada, triangular, ovalada, etc.; todos parten del cuajo y, sin embargo, cuánta diferencia hay entre un queso y otro, incluso de la misma región, del mismo animal, del mismo productor, tanto que podemos decir que no hay un queso que sea igual a otro.
La calidad de la leche, producto de la alimentación del animal, es un factor determinante, así como la técnica, la mano del artesano y el territorio, elementos que dan origen a una diversidad tal, imposible de resumir en pocas líneas. Muchas de ellas son producto de la casualidad o el olvido; otras, de la investigación y la aplicación de nuevas técnicas en conservación de alimentos.
Dicen que los quesos azules surgieron luego de que alguien dejara olvidado un trozo en una cueva y, meses más tarde, lo encontrara atravesado por vetas azules producidas por microorganismos del penicillium. Los quesos ahumados se formaron en las cuevas de los pastores, donde el humo de las hogueras ayudaba a conservarlos y les moldeaba un carácter particular. Así, cada uno tiene su historia.
El primer impacto de un queso es psicosensorial. Cuentan que cuando las tropas norteamericanas entraron en Francia en la Primera Guerra Mundial, comenzaron a bombardear las aldeas campesinas porque sospechaban que los alemanes las habían contaminado con gas tóxico, debido al “extraño” olor que percibían en el aire. Tuvieron que explicarles que ese olor era noble, expelido por los quesos artesanos que elaboraban en sus propias casas. Cuando Shakespeare escribió Hamlet y lo puso a decir que “algo huele mal en Dinamarca”, no se refería al queso danés, sino al sucio manejo de la política que llevó al asesinato de su padre a manos de su propio hermano.
Más que todas las propiedades alimenticias y nutritivas que pueda significar un queso, son las propiedades organolépticas las que inciden en su aceptación o rechazo y en las sensaciones que se derivan de ello. Cada queso tiene características propias que captamos a través de los sentidos y nos llevan a tomar partido por un tipo u otro de queso, o simplemente a rechazarlo. O te apetece o lo aborreces. Como entre nosotros con el gran ausente. La compleja composición del gusto alimentario pasa por el oído, la vista, el olor, el sabor y el tacto y se desarrolla de acuerdo a la sensibilidad de cada persona. El gusto se crea, se educa y requiere de observación, memoria, cultura para captar y explicar todo lo que esconde cada cosa que probamos.
En el queso el olfato es determinante ya que el olor es la primera alcabala que debemos franquear antes de consumirlo.
Lo hacemos al captar el aroma primario de acercamiento y luego, una vez probado, a través de la vía retronasal, la más importante de todas. Los olores del queso provienen del tratamiento de la corteza, del tipo de leche y del sistema de elaboración.
Ciertos quesos desarrollan una flora fúngica y microbiana exterior que libera sustancias de olor intenso, agresivo, desagradables, algunas fétidas o amoniacales, que felizmente tienen muy poco que ver con el sabor y retrogusto final en boca. Cuando uno muerde el queso es que se liberan las sustancias olorosas provenientes de la materia grasa que son las que en definitiva definen el aroma del queso.
El momento culminante del queso es cuando entra en boca y las papilas gustativas se desatan buscando millones de células que serán las que llevarán nuestro estado de ánimo al paraíso o a la basura, valorando bondades y defectos, como en una elección presidencial.
Venezuela no tiene tantos quesos como Francia, es verdad, tenemos pocos pero buenos. Parafraseando a mi general De Gaulle, podemos preguntarnos: “¿Cómo puede gobernar un país alguien que no sabe nada de quesos?”
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