La llegada del invierno hace presagiar el final de los cerdos, en nuestra cultura el animal más sagrado, “de quien todo se aprovecha”. La fecha idónea se empieza a contar desde el 11 de noviembre, el día de San Martín, de ahí su dicho. Pero hoy en día las familias ponen su fecha según el engorde de sus cerdos. Una familia manchega de “gente de toda la vida” nos ha invitado a celebrar con ellos la matanza
Es sábado, el rocío de los montes ha bajado al valle, el sol anuncia tímidamente su salida. En la finca donde el cerdo espera su final irrevocable, la cuadrilla que participa en la matanza hace tiempo frente a un aguardiente y pastas. “Esto es lo típico de la matanza, lo primero desayunar y calentar el cuerpo para hacer la matanza sin problemas”, comenta uno de los presentes. No necesitan el aguardiente para reunir coraje y darle el cuchillazo al guarro, ese honor siempre se brinda al dueño del cerdo, que está más callado que los demás, posiblemente pensando en el momento que le convierta en matarife.
El cerdo espera en la cuadra, los hombres van a buscarle y empieza a temblar. Dicen los que saben de esto que el guarro sabe el momento en que le van a matar, y a juzgar por los primeros bramidos, todo hace pensar que es cierto. El guarro lucha por demorar más el momento, pero no puede: su dueño le agarra por la boca con un gancho y fija su hocico con una cuerda para poder inmovilizarlo. El resto de hombres le ayudan a trasladarlo a la mesa de ejecución: la costumbre dice que ha de ser de madera, y tiene la altura adecuada para que todos participen en el ritual. Seis hombres se encargan de subirlo a la mesa, son cerca de 200 kilos los que pesa el cerdo que sólo ha podido cumplir un año. Atan todas sus extremidades y el dueño se erige con la navaja que dará por terminado su sufrimiento. El sonido del cerdo es el sonido de la matanza. Cuando la navaja, bien afilada, atraviesa su aorta, sus lamentos se van apagando por segundos.
Las mujeres entran en el ritual con barreños: han de recoger toda la sangre para la elaboración de las morcillas. Y han de removerla en el barreño para evitar su coagulación: el frío mañanero pulula por el aire y la temperatura corporal se conserva mientras dura el rito.
Quien no ha visto nunca un cerdo se lo imagina de color rosa. Puede que sean así cuando nacen, pero cuando son adultos, el pelaje oscuro le s delata: el rosa es color de cuentos y leyendas. Para despiezar el animal los matarifes han de quitarle el pelaje oscuro, se aseguran así una mayor higiene en cada una de sus piezas.
Antiguamente se utilizaban ramos de piorno que actuaban como lija mientras se echaba agua hirviendo por toda su piel. O también se socarraba con aulaga prendida para afeitar al animal. Hoy en día el reloj manda, y se echa mano de todo aquello que nos facilite la vida. Estos matarifes utilizan una bombona de butano con un soplete, y van quemando la piel poco a poco, mientras otros van retirando el vello con un palo. El olor a chamuscado no es desagradable: es el olor que todos los niños de la familia, convertidos hoy en matarifes, recuerdan como el olor de la matanza. Es una mezcla de torreznos recién hechos y barbacoa familiar. Su olor alimenta. Su olor embriaga, su olor hace más apetecibles esas migas que realiza la abuela en la lumbre.
Cuando se limpia con una manguera y se retira el negruzco con una teja y agua, vuelve el rosa de los cuentos, como debe ser un cerdo. Se acomoda en la mesa de madera y se ensayan los trazos de los primeros cortes con un cuchillo bien afilado. El honor del primer corte también le corresponde al dueño.
EL DESTAZO
El cerdo se abre en canal, y se van sacando las tripas por turnos a medida que se va adivinando cada parte del cuerpo. Cada una se aprovecha para un manjar, para embutir o para esas migas, que es una costumbre indispensable en una matanza manchega. Las madres y abuelas se reúnen alrededor de una lumbre de carbón donde elaboran con esmero y paciencia unas migas con sabor a matanza, al pan, al ajo y al aceite se le añaden las primeras criadillas y torreznos de la temporada anterior.
“El truco es ponerles la medida exacta de agua”, nos comenta la matriarca, quien recuerda con nosotros el ritual de la matanza desde niña. En su casa siempre ha sido una fiesta que ha durado días, y que ha servido para confraternizarse con familiares y amigos. A ella nunca le ha gustado ver sufrir al cerdo, “es difícil ver morir a un animal con el que prácticamente has convivido durante un año”, nos cuenta. Ya de mayor empezó a participar más en este ritual, en las labores reservadas sólo a las mujeres. Nos cuenta de memoria las infinitas maneras de preparar morcillas, chorizos, jamones… Ahora ya sólo se dedica a elaborar las migas al carbón, es quien mejor las hace y en esta familia cada uno tiene su función.
Cada cerdo tiene de media un 35 por ciento de grasa. Se suele aprovechar para manteca, perfecto aliado para pasteles, guisos, legumbres y otras delicias caseras. Otros lo utilizan para hacer jabón, cada vez menos, pero se sigue guardando para mezclarlo con sosa y utilizarlo para esas manchas inoportunas que sólo las abuelas son capaces de hacer desaparecer. Otra de las féminas acude al corro del despiece, se encarga de coger la criadilla y todas las tripas que se utilizarán para los embutidos. Las reúne en diferentes barreños, las dejará reposar para prepararlas después. Cada pieza que van recortando, ella se encarga cuidadosamente de seleccionarla y de contarme qué es cada cosa. Cuando se ven las piezas de cerdo en la carnicería y con su cartel nominal y su precio no se piensa dónde puede salir, ni de qué parte del cuerpo corresponde del animal. Cuando ya está casi vacío el guarro, el solomillo se asoma mientras los presentes lo miran con deseo. “Esto es lo mejor del guarro, pero está reservado sólo al dueño”, dice uno de los más experimentados.
Después de despiezar lo principal, lo dejarán reposar para que enfríe y sea más fácil cortarlo. “Ahora mismo la navaja resbala mucho”, me dice el dueño mientras observo el calor que despide, en contraste con el frío mañanero que todavía no se ha ido.
EMBUTIENDO
Los hombres se han pedido un descanso, las mujeres preparan los aliños esenciales para los embutidos. Se ponen en corro, por barreños, separando cada tripa. Una mujer selecciona hierbabuena, la otra pela patatas y las pone a cocer en una caldera alumbrada también por carbón. Una empieza a separar la piel que embutirá el salchichón, el chorizo o la morcilla. En esta casa preparan la morcilla con calabaza, con arroz y con patata. Dice la creencia popular que en esta zona las patatas comenzaron a utilizarse para que las tripas cundieran más y realizar el doble de morcillas y chorizos. Se suele utilizar la misma proporción de tripas y puré de patata, la cantidad de embutidos se duplica en la despensa. Para el salchichón utilizan un sinfín de especias y algo de hierbabuena que pican con minuciosidad. La ponen a secar en la parte más fría de la casa, cerca de la piel del cerdo, la que más tarde se fríe para hacer torreznos.
Las cajas de madera que se encuentran en la antigua cocina también tienen su función. Una de las mujeres las está preparando para las patas de jamón, quizás lo más valorado del cerdo. La llena con sal gorda, después meterá la pata y la cubrirá otra vez de sal para que repose durante un par de meses y esté lista para degustar en las reuniones familiares.
Para que todos los embutidos salgan bien no basta con saber la receta. Hay que tener experiencia, cariño y un saber hacer especial. “Si se pone más sal de la debida para el jamón se sala y te has quedado sin jamón para todo el año”, nos cuenta una de las más mayores. Hay menos margen de error con los embutidos, ya que hay que embutir la cantidad específica para cada pieza. Pero aún así, no es un trabajo para principiantes…
Cuando las mujeres acaban de preparar los primeros embutidos, llega la hora de las migas. Todos los ingredientes que la abuela ha añadido de la matanza son de la temporada anterior, ya que todas las piezas que hoy se han cortado esperan al análisis del veterinario que ha de determinar la buena salud del cerdo.
Aún así el optimismo general se contagia: estamos de matanza, degustando unas migas de verdad, escuchando música de la tierra y mirando a los niños cómo disfrutan de esta jornada.
Queda mucho por hacer todavía, así que nos vamos a remangar para participar en este ritual que no debe desaparecer de nuestra cultura.
TRADICIÓN Y GASTRONOMÍA EN ALDEA DEL REY
Los vecinos de Aldea del Rey el pasado mes de diciembre de la primera ‘Fiesta de la Matanza’ de la localidad, una celebración con la que se quiso rescatar una de las tradiciones más identificativas de los meses de invierno aunándola con una suculenta jornada gastronómica.
“Con la Fiesta de la Matanza queremos poner en valor una de las costumbres más típicas de nuestro pueblo. Las generaciones que nos preceden solían reunirse en torno al sacrificio del cerdo para disfrutar de un día de celebración en el que la exaltación gastronómica de los productos cárnicos era la nota dominante; ahora recuperamos esta costumbre para que no se pierda en el olvido fomentando un encuentro intergeneracional en el que nuestros mayores hacen llegar sus conocimientos a los aldeanos de menor edad”, explicaba Miguel Morales, alcalde de Aldea del Rey.
Esta primera edición de la ‘Fiesta de la Matanza’ fue puesta en marcha a iniciativa de la Oficina de Información al Consumidor de la Mancomunidad de Municipios del Campo de Calatrava en colaboración con el Ayuntamiento de Aldea del Rey, y contó con un alto nivel de participación por parte de los habitantes del municipio. Fueron muchos los que se acercaron a tomar parte en esta ‘matanza del cerdo’, rito invernal que tradicionalmente ha servido de excusa para reunir a familiares, amigos y vecinos a fin de proveer a las familias de la carne y embutido que habría de alimentarles hasta el otoño siguiente.
La fiesta comenzó a prepararse el viernes día 19 de diciembre y continuó desde primera hora de la mañana del sábado, después de que el animal fuese sacrificado en unas instalaciones adecuadas al efecto y únicamente en presencia del matarife y el veterinario municipal. Una vez que el cerdo fue trasladado a las instalaciones municipales, un grupo de aldeanos experimentados en estas lides procedió a la limpieza y despiece del animal, al tiempo que mostraban a todos los participantes y curiosos una serie de técnicas tradicionales destinadas a la preparación y conservación de los productos cárnicos. En este punto, cabe destacar la importante participación de personas de la tercera edad en la actividad, ya que varias expertas ‘mataceras’ se convirtieron por unas horas en el centro de atención para todos los asistentes.
Además de poner en valor las costumbres populares, esta fiesta sirvió, desde el punto de vista del consumidor, para hacer una llamada de atención sobre la importancia de seguir una alimentación sana y tradicional.
Asimismo, la matanza tuvo un importante componente educativo, ya que los alumnos de tercer curso de primaria del C.P. Maestro Navas que así lo desearon pudieron conocer de primera mano la anatomía interior del animal recibiendo las explicaciones necesarias al respecto.
Paralelamente a las actividades propias de la matanza, los vecinos de Aldea del Rey pudieron disfrutar de una jornada gastronómica en la que se invitó a migas manchegas y al típico cocido de la matanza a todos los presentes.
Con el trabajo bien hecho, la despensa repleta de tocino, jamones y chorizos y el estómago lleno, las horas vespertinas sirvieron para la reflexión en una charla sobre ‘Consumo responsable’ celebrada en la sede de la Asociación de las Amas de Casa de Aldea del Rey.
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